CRÓNICAS DE NUESTRO SINALOA, GALANTEO, DISIPACIÓN Y CHISMORREO EN LA PLAZUELA OBREGÓN


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La plazuela Obregón, ombligo, corazón, eje, principio y fin de Culiacán.


CAPÍTULO VIII

Por Herberto Sinagawua Montoya

Si uno se esfuerza algo en la persecución de los recuerdos más antiguos se tropieza inevitablemente con la plazuela Obregón, ombligo, corazón, eje, principio y fin de Culiacán.

Echando atrás la memoria, exprimiéndola como una media naranja, halla uno un sitio alegre, siempre poblado, lleno de energía combinación de jóvenes y viejos confieren  a la antigua ciudad el colorido de la vida vivida a plenitud.

Pero la plazuela Obregón fue, en algún tiempo, un pequeño baldío, parecido a un plato, donde crecían esmirriados árboles en cuyas ramas se posaban parvadas de chanates escandalosos. Bajo aquellos árboles algún alcalde piadoso construyó unas bancas y encementó un cuadrilátero donde tenían lugar dulces duelos sentimentales.

Nuestro entrañable cronista, el licenciado Francisco Verdugo Fálquez, autor del libro Las viejas calles de Culiacán, dice que la pequeña villa fue creciendo siguiendo la orilla del río Tamazula, lo que explica lo torcido y laberíntico de sus calles como la Zaragoza (antes del Pescado), la Buelna (antes Libertad), la Rosales (antes Calle Real o de la Tercena), y la Hidalgo (antes del Refugio), y no había más.

A partir de la Hidalgo todo era monte virgen por donde se deslizaban en su desenfrenada carrera las choles, ardillas y güicos.

 

¿Cuál era el atractivo principal si alguien se sentaba en una banca de la plazuela Obregón? Bien, cerca de los ojos, aprontábase Catedral, luego los portales, con sus casonas de corte andaluz, donde vivían las familias principales (De la Vega, Vidaurreta, Escudero, etc.), otros portales semejantes de La Lonja cuya primera utilidad fue la de mesón, y otros portales más, calle Ruperto L. Paliza (antes de la Independencia) de por medio donde tenían  sus casas personajes de la talla del general Ángel Flores, Platón Gámez y el Dr. Mario Camelo y Vega, así como las oficinas de Diego Redo.

Los más ancianos de la ciudad ayudaron al licenciado Verdugo Fálquez a precisar los usos más antiguos que se le dio a la Plaza de Armas, que luego se convirtió en Plaza de la Constitución y, finalmente, plazuela Obregón, en un acto de la cortesía hacia el poderoso  personaje cuyo historial no merecía tamaño homenaje imponiéndole su nombre al sitio más metido en el corazón de la gente y a la avenida más importante, aunque Martínez de Castro con todo y sus créditos tampoco tenía los atributos para ostentar ese gran privilegio.

Los odios que engendró la lucha civil entre liberales y conservadores impidió que la ahora avenida Obregón llevara el nombre de Benito Juárez, el más grande hombre que ha tenido el país. Igualmente al padre de la Patria, Miguel Hidalgo y Costilla se le negó ese honor por razones que nadie se puede explicar; en cambio, se les confirió sus nombres a calles secundarias.

En el centro de la plazuela de armas pasaban revista las tropas que salían y las tropas que entraban en las sordas y sangrientas guerras civiles de las que Culiacán no se salvó a pesar de la vacuna de la distancia.

Conmovedora resulta la invitación que redactó José Cayetano Valadés y que se publicó en el periódico El Cinco de Mayo, órgano informativo del Ejército de Occidente cuyo comandante era el general Ramón Corona, el 17 de noviembre de 1866. Dicha invitación decía así: La retreta es una de las distracciones principales en Culiacán, y casi diremos, la única. ¿Por qué, pues, esa apatía en concurrir a ella? Venid, poetas, espiritualistas, soñadores de largas cabelleras de ébano. ¿Preferís el horizonte de vuestro estudio o de vuestra tertulia a esas nebulosidades de la noche, a ese cielo puro iluminado de perla, a las armonías escapadas de entre el azahar de nuestros naranjos? Elevémonos así del mundo, y asistamos las noches de retreta en la plaza de armas a contemplar en el ideal la hermosura o fealdad de nuestros destinos.

Fue, pues, la retreta del ejército del general Corona uno de los entretenimientos del Culiacán de ese tiempo, en ese cielo iluminado de perla que se columbraba desde las bancas que ahora estaban bajo los naranjos surtidos de azahar llenando de fragancia el viejo solar donde en verano se levantaba una tolvanera. Esos naranjos remplazaron a los árboles que no eran de ornato ni frutales, sólo árboles que habían crecido allí prolongando sus raíces en búsqueda inútil de humedad del Tamazula.

Otro alcalde, muchos años después, quiso llenar de naranjos la ciudad, y otro que le sucedió quiso sepultar la ciudad entre excitantes palmeras. Pero lo que sí es cierto es que la plaza de armas, ahora plazuela Obregón, estuvo llena de naranjos que en tiempo de floración atrajeron abejas y chupamirtos.

En uno de los lapsos de tiempo en que el ingeniero Mariano Martínez de Castro asumía las riendas del gobierno por una maniobra política del general Francisco Cañedo para acallar las malas lenguas que reprochaban sus largos años con el mango del sartén en las manos, se decidió a darle algo de relumbrón a la vieja plaza de armas, en cuyo centro se levantaba una gran farola de luz de petróleo. Se colocaron lozas en las banquetas en torno a la plaza, se plantó un jardín, y se levantó en el centro un kiosko cuyas estructuras de fierro fundido se hicieron en la Fundición del Pacífico, de Mazatlán.

En aquel kiosko al atardecer y primeras horas de la noche se ofrecían audiciones musicales, mientras muchachas y muchachos se entregaban con singular febrilidad a caminar en sentido contrario en un galanteo ingenuo pero no desprovisto de una agudeza casual para medir las proporciones de quien, tal vez, se convertiría en novia o en novio.

Escenario de las fiestas del carnaval fue esa plaza de armas que luego de la remodelación que hizo el ingeniero Martínez de Castro se llamó Plaza de la Constitución. Dicho carnaval daba motivo para que ciertas pasiones nocivas en el ser humano afloraran  con las consiguientes críticas de las familias decentes.

Culiacán es ciudad edificada en suaves colinas, igual que Roma. El conquistador, hábil en atisbar secretos de la naturaleza, escogió el lugar más alto de la colina para construir la primera capilla en la villa de San Miguel de Culiacán en el siglo XVI.

En lo más alto de la colina, no expuesta a las crecientes del río Tamazula, que entraban a la ciudad por la Aquiles Serdán (La Barranca), los fundadores de la villa española edificaron la Capilla, la Casa de Cabildo, la Casa del Obispado, y el cuartel de las Milicias. La pequeña villa se empezó a esponjar; es decir a crecer, y creció el monte virgen a partir de la calle Refugio (hoy Hidalgo). Pero ya no se hicieron las grandes casonas de la calle Buelna y Rosales sino casas en que intervenía la vara, el lodo y la palma. Eran casas para las clases bajas de la población. Las familias decentes siguieron viviendo cerca del río, principalmente en los portales que eran el sitio de más alcurnia. Sin embargo, la ciudad se extendió hacia el sur y el monte virgen fue desapareciendo gradualmente.

Después que en la plaza pública tuvieron lugar aquellos memorables encuentros entre los de la Pólvora (obreros de la Fábrica Textil de El Coloso de Rodas, de Diego Redo) y los del Hueso (los abasteros del antiguo rastro), al que se aliaban los rijosos vecinos de la calle del Pescado (Zaragoza), en que salían a relucir puñales y navajas, la autoridad logró, después de mil esfuerzos, que las fiestas carnavalescas se civilizaran y en lugar de salir a relucir el filo cortante de una buena daga hubo intercambio de confeti y serpentina.

Al liquidarse las furiosas batallas entre los barrios de la ciudad –los de La Mosca contra los de La Vaquita–, el ingeniero Martínez de Castro invitó a la culta sociedad de Culiacán al acto inaugural de la Plaza de la Constitución el 5 de febrero 1884. Fue un día de fiesta para toda la ciudad, porque la plazuela Constitución al hermosearse recogió mayor clientela lista para disfrutar de la frescura del lugar y una buena plática mientras los jóvenes probaban a afianzar miradas furtivas.

Ángel Viderique llevó su banda de los Azulitos a la plazuela Constitución en las audiciones que se ofrecían los jueves y los domingos, y el lugar adquirió mayor presencia y popularidad.

Un año después de la inauguración de la Plaza Constitución el maestro Viderique estrenó el 16 de septiembre de 1885 la hermosa pieza La Valentina, y al final los caballeros llevaron al célebre músico a la cantina El Transvaal, de Francisco Blancarte, donde lo bañaron en cerveza: Una pasión me domina, es la que me ha hecho venir, Valentina, Valentina, yo te quisiera decir….

¿Cuándo se produjo el cambio del nombre de avenida Martínez de Castro por el de avenida Álvaro Obregón?

Ya sabemos la amistad del general Obregón con el poeta Jesús G. Andrade –Obregón, guerrero invencible de la Revolución, detrás de ti va el pueblo, delante de ti, Dios– y también la fidelidad del doctor Benjamín Salmón.

Chuy Andrade pertenecía a una familia muy influyente, igual el doctor Salmón. Pues bien, se cree que estos dos personajes reforzaron una sugestión llegada de la ciudad de México para imponerle el nombre del general Obregón a la avenida Martínez de Castro, a la muerte del divisionario sonorense, ocurrida el 17 de julio de 1928, al no atender la premonición de Chuy Andrade durante su campaña por la reelección presidencial: —Mocho, esas campanas de Catedral que están repicando a gloria, pronto doblarán a muerto.

Cuando llegó la sugestión del centro fue inmediatamente atendida por el gobernador del estado, PFQ Manuel Páez y por el presidente municipal de Culiacán, Francisco Salazar.

A caballo, el general Antonio Rosales parece un intruso en la plazuela Obregón. No es su lugar; su sitio está en la plazuela Rosales.

Algún alcalde montaraz autorizó el cambio, sin pensar en el error.

Muchos amantes de la plazuela Obregón sugieren que caballo y jinete regresen a su verdadero campo. Están en territorio ajeno.

En tiempo remoto había una calle llamada Matamoros que separaba la Plaza Principal, Plaza de Armas, Plazuela Obregón, de edificio conocido como La Lonja, largo y estrecho como una lonja. Desapareció la calle y La Lonja se adhirió a la plazuela. El licenciado Verdugo Fálquez dice que La Lonja debió desaparecer para prolongar la plazuela Obregón hasta la calle Rosales (antes de la Tercena o Calle Real). No se hizo así y se privó a la ciudad de un espacio más amplio para su solaz.

Frente a la plaza levantó su hogar Rafael de la Vega y Rábago, que fue gobernador  y personaje muy influyente en la política y los negocios. Al otro lado de la plaza hizo lo mismo Cosme de la Vega, hermano de Rafael.

El licenciado Verdugo Fálquez asegura en su libro que un ingeniero italiano diseñó los portales y que el ingeniero Luis F. Molina remodeló los portales de La Lonja.

Rafael de la Vega, además de gobernador de 1846 a 1848, administró los estancos del alcohol, tabaco y baraja. Otro miembro de la poderosa familia De la Vega, Francisco, fue gobernador en 1852.

Curiosamente, el licenciado Verdugo Fálquez asegura que el general Antonio Ríos Zertuche, comandante de la plaza, ordenó recortar las agudas esquinas de los portales, frente a la plazuela Obregón. Al parecer la gente se quejaba de que aquellas esquinas filosas causaban lesiones a los vecinos. Fue otra de las ingenuas y simpáticas disposiciones para hacer de Culiacán una ciudad más grata.

Y de aquel llano en pleno corazón de la villa de San Miguel de Culiacán, que parecía el ojo de un pescado, surgió, poco a poco, sin premuras ni sofocos, lo que luego fue Plaza de Armas, Plaza Constitución, y, hoy, Plazuela Obregón.


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