CRONICAS DE NUESTRO SINALOA, HERBERTO SINAGAWUA MONTOYA.


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SATO PARRA, DE LOS PRIMEROS EGRESADOS SINALOENSES DEL IPN

CAPITULO XXX

En memoria de  Herberto Sinagawua Montoya.

Cuando aquel pequeño grupo de muchachos salió de la estación del Subpacífico de México rumbo a la capital del país hubo lágrimas y bendiciones. Ir a tan lejana ciudad en tren era tanto como ir a fin del mundo.

            Aquel grupo de plebes estaba formado por José Ramón y Reinaldo Sato Parra, Vicente El Chero Zazueta Duarte, Ramón Ramírez López, Lázaro Ramos Esquer, Santana El Pollo Barraza, Carlos Alberto Ayala, José María Rico Manjarrez y Juan Barnoin López.

            Pero ese ejército desamparado llevaba un arma poderosa entre sus velices de cartón: un recado de don Guillermo Bátiz para su hermano Juan de Dios Bátiz, señor y amo, creador y nervio, espíritu y garra del Instituto Político Nacional.

            Dicho célebre recado que entregaron los muchachos recién desempacados en la ciudad de México a su destinatario decía así: “Te mando esta recua de cabrones; van bien jodidos, y llevan muchas ganas de ingresar al Poli. Salieron de aquí el sábado y como la bruja del cuento van montados en un palo de escoba, y agarrados de un chorro de agua. Si los metes a un molino de metales no les vas a sacar un miligramo de plata”.

Leyó Juan de Dios el mensaje y comentó a medio tono: —Este cabrón de Guillermo nunca se le quitará lo mala leche. Pero aquel papelito obró un milagro: las puertas del Instituto Politécnico Nacional se abrieron para acoger a aquella parvada de chanates que andaba en grupo por miedo de que lo atropellara algún automóvil, terminando colti de tanto alzar el cuello para admirar edificios tan altos.

Se equivocó don Guillermo Bátiz porque de aquel grupo de brujas montados en un palo de escoba y de cabrones agarrados de un chorro de agua salieron médicos, ingenieros y técnicos en distintas especialidades industriales, cumpliéndole al presidente Cárdenas que quería formar profesionales que auspiciaran el desarrollo económico del país bajo la consigna de que toda riqueza sería generada por manos mexicanas.

El Dr. Luis Lorenzana fue el primer médico que egresó de la Escuela Rural de Medicina del IPN, luego le seguiría el Dr. José Ramón Sato Parra. Ese grupo desarrapado cumplió al general Cárdenas y al ingeniero Bátiz al regresar a su tierra y trabajar en su provecho. Fueron pocos los que no volvieron, entre ellos el Chero Zazueta Duarte. También justificaron el interés y el cariño que desplegaron los viejos maestros de la Escuela Prevocacional e Industrial para su formación como fueron Guillermo Bátiz, Ramón Velarde Piña, Tulita Samblé, Martiniana Romero Perkins, Raúl Franco Barrera, Eliseo Leizaola, Matías Ayala, Otilio Castañeda, Juan Macedo López, J. Rodolfo Acedo Cárdenas, Angelina Moncayo, Andrés Rivas Mendoza, María Armienta de Trucíos, y otros que se escabullen en mala hora de la memoria.

El doctor José Ramón Sato Parra –uno de los grandes médicos rurales egresados del IPN– murió el 6 de abril de 2002. Empleó su vida de 79 años en servir a sus semejantes con su ciencia. Aplacó dolores. Alargó la vida. Calmó los ardores nerviosos de una población que empezaba a perder los estribos como cuota de cooperación por su ingreso al mundo moderno.

            José Ramón  –el Chito para sus familiares y amigos cercanos– nació en el mineral de El Palmarito, municipio de Mocorito, en 1923. Hizo la primaria en Angostura de 1931 a 1936. De 1942 a 1947 hizo sus estudios de medicina en el IPN. El 19 de octubre de 1948 presentó su examen para optar al título de médico y cirujano con una tesis a la que tituló Epidemiología y profilaxis del sarampión en la República Mexicana.

            Su padre, José Tatsuku Sato, fue asaltado y muerto el 2 de julio de 1941, causando un drama espantoso en una familia que no se imaginaba que sería sometida a tamaña prueba.

En 1991 el doctor Sato Parra escribió un libro de poemas al que nombró Nocturno a Culiacán: “Culiacán, /eres aljófar del Humaya,/ concebido en el eterno/ connubio de los ríos,/ besada con amor y anochecida/ por la gran ostra de fuegos vesperales,/ de tonos autiazules/ matizados con bellos arreboles de la tarde”.

            Era dicho libro de poemas una declaración ardiente de amor por su ciudad que había remplazado en su corazón a fuerza de vivir en ella a Angostura de su niñez y a El Palmarito de su origen.

Conservo este libro escondiéndolo donde no concite la avaricia de esos amantes de libros ajenos porque en su dedicatoria José Ramón hizo breve historia de dos familias japonesas entrañables: los Sato y los Sinagawa.

            De su puño y letra escribió esta dedicatoria el 4 de noviembre de 1991: “A ti, hermano Beto, con un gran afecto y en memoria de nuestros padres que siempre se identificaron más que si hubieran sido hermanos gemelos. Con la gran diferencia únicamente de la estatura física, el tuyo muy alto y flaco, el mío muy robusto y chaparrito. Cómo nos deleitábamos al oírlos platicar en su idioma conciso y aglutinante, aunque sólo les entendíamos cuando mencionaban palabras tales como sustantivos propios de personas o lugares.

Seis años después, en 1997, el doctor Sato Parra publicó su segundo libro: Decisiones de triunfo. Incluyó en esta nueva obra el famoso recado entre hermanos, y detalló el inolvidable viaje de Culiacán a la ciudad de México.

            El grupo de estudiantes salió el sábado 15 de noviembre de 1940. Al día siguiente los muchachos fueron despertados por los pregoneros. Por las ventanillas los jóvenes admiraban poblados que parecían salidos de una acuarela del paisaje mexicano: casitas de lata y lodo con techos de palma y con cercos de piedra.

            Un viejito simpático y parlanchín explicó a los alucinados pasajeros: —Esto que ven, esas piedrotas oscuras, fueron lava en remoto tiempo cuando el volcán de El Seboruco estaba vivo.

            Se oía el jadeo de la máquina que penosamente arrastraba un convoy compuesto por ocho carros de pasajeros. Traqueteaban las ruedas: doo-des-ka-den. Doo-des-.ka-den que José Ramón empalmaría años después con una película de Akira Kurosawa titulada justamente: Doo-des-ka-den.

            Cortó el aliento de los muchachos el Plan de Barrancas con su altísimo puente de Salsipuedes, con las casitas al fondo como si fueran de muñecas. “Fueron las ventanillas del vagón, todo ese día, un verdadero palco de platea que embriagó la fértil campiña nayarita a los asombrados viajeros que por primera vez conocían un tren”, escribió José Ramón.

          Al salir de Culiacán, doña Cuquita Parra de Sato recomendó a los hijos José Ramón y Reinaldo: —¡Cuídense, hijos, porque en México los rateros roban los calcetines sin quitar los zapatos! Doña Cuquita confeccionó unas bolsitas de mezclilla con jareta que colgó al cuello de los hijos. Nada de llevar dinero en los calcetines. Fue reiterativa la recomendación de padre y madre: —Aparten el dinero para el viaje y guarden el resto para lo que se ofrezca. En realidad eran unos cuantos billetes ajados de baja denominación y una buena cantidad de monedas de 20 centavos.

          Hubo cambio de tren en Guadalajara. Había que dejar el Sud-Pacífico de México y abordar uno de los Ferrocarriles Nacionales de México. En la capital tapatía los viajeros fueron a dar a una casa de huéspedes llamada La Sinaloense para continuar viaje al día siguiente. Tenía esa casa un sitio de calandrias al frente. La calandria tenía un ligero parentesco con la araña culiacanense. Uno de los viajeros robó unas toallas, pero la dueña, al advertir el hurto, corrió a la estación y con palabras lastimeras exclamó: —Joven, regréseme mis toallas.

         El tren hizo 16 horas de Guadalajara a la ciudad de México. En la estación de Buenavista un grupo de amigos esperaba a los cansados pasajeros. Este grupo lo formaban Cutberto El Cueico Nájar y su hermano Gildardo; Raúl El Raulón García, Luis El Vico Cisneros Zazueta y su hermano mayor Mario; Luis El Virruy Velarde Piña, Adolfo Aldrete López y Humberto Castaños Hernández.

        Ya con más confianza al ver caras amigas, los viajeros abordaron dos taxis dirigiéndose al casco de Santo Tomás donde se les dio albergue, gozando de prerrogativas especiales por ser ahijados y protegidos del ingeniero Juan de Dios Bátiz, ídolo de los politécnicos. Aquella noche durmieron bajo las gradas del estadio “Salvador Camino Díaz.

         El juvenil convite de paisanos se apersonó con el ingeniero Bátiz cuando supervisaba unos edificios sin terminar del Poli en el caso de Santo Tomás.

        Los acogió con gran simpatía y ordenó al prefecto que proporcionara camas, colchonetas, cobijas, sábanas y almohadas a los recién llegados. Muchos de ellos sufrían un frío que no conocían, un frío que descarapelaba la piel. Después los envió a un comedor que dependía de la Secretaría de Salubridad y Asistencia, donde disfrutaron de un par de bolillos con un plato de aluminio medio lleno con frijoles negros con gorgojo.

        José Ramón recibió la encomienda de esperar a las cuatro de la mañana el camión que transportaba huacales repletos de bolillos todavía calientitos, salidos de los hornos de la penitenciaría de Lecumberri.

        Fue en la estación de Buenavista donde los cuates Peña Bátiz le señalaron a una bella mujer. Era María Félix, enfundada en un abrigo color café de piel de antílope que despedía a sus padres que vivían en Guadalajara.

        José Ramón me contó que Raúl Anguiano, el famoso pintor jalisciense, cuyas obras figuran en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, estuvo de visita en el El Palmarito donde realizó dos pinturas: una del mineral y otra de una María Auxiliadora.

        Esos cuadros le fueron obsequiados por Anguiano a don Tatsuku, El Palmirito en un color pardo, muy ajustado en cuanto a su descripción de un mineral en plena actividad.

        El Palmarito se localiza en las estribaciones de la Sierra Madre Occidental y semeja una piñata colgada de un árbol. Había dos grandes cerros como fieles y desinteresados guardianes del mineral: el Cerro Agudo rodeado de sembradíos de cacahuate, y el Cerro Mocho, que servía de mojonera a viajeros despistados. Más allá se extendía la Sierra de los Parra y al fondo Bacubirito, el mineral cuya riqueza aseguró el patrimonio de los Echavarría y Tarriba.

           De el Palmarito la familia Sato Parra se cambio a Guamúchil, que era entonces una simple y monótona estación de tren. Frente a la estación había una hilera de casas entre ellas un hotel de chinos. Entre esa hilera de casas parecidas a un convoy ferroviario detenido y la estación existía un gran baldío, una llanura que no servía de nada, salvo para llenar a los escasos vecinos del polvo que levantaban los remolinos en verano y el lodazal en temporada de lluvias.

         Pues bien, fue en ese llano donde se produjo una imagen que nunca se borró en la memoria del niño José Ramón: fue el aterrizaje de un avión. Fue en 1932 cuando aterrizo ese avión en Guamúchil.

            Si en tierra hubiera estado García Márquez habría escrito una página inolvidable de cómo hizo su arribo, como un ángel, una hermosísima muchacha guamuchilense: Josefina de la Vega. Ella era hija de don José de la Vega y estudiaba la “high Scool” en Los Ángeles. El avión voló desde California y aterrizó en Guamúchil. José Ramón describió esa escena perenne así: —Bellísima Josefina, con un vestido gris pálido y un sombrero de ala ancha del mismo color, descendió del aparato como si descendiera de un platillo volador, hoy día. Simplemente, era un ángel que deponía sus alas y con gran esfuerzo adquiría su tamaño y conducta humanas. Fue ver caer del cielo una virgen que se había extraviado en el tráfico demencial de Los Ángeles y aposentaba sus pies delicados en una llanura calva –sesteadero de burros y vacas regurgitando—donde el avión había levantado una cortina de polvo que fabricó la magia de la desaparición momentánea de la bella Josefina de la Vega.

Tocó a José Ramón, siendo niño, ser testigo del drama que sacudió Guamúchil: la muerte de los hermanos Alfonso y Buenaventura Casal el 8 de marzo de 1933.

Alfonso y Buenaventura sostuvieron una agria discusión con Aurelio Delgado, primo político, casado con María Casal. Ernesto El Nene Rodríguez, de Angostura, me dijo que Aurelio Delgado se había burlado de los hermanos con una alusión despectiva y punzante: —¡Qué bonitos se ven, pero que mal me caen!

Aurelio Delgado sacó una pistola y acribilló a los dos hermanos. Pedro Infante, que pulsaba una guitarra en la carpinterías de don Gerónimo Bustillos, oyó los balazos, y corrió hacia la gasolinera de Aurelio junto con Chuy Bustillos, hijo de don Gerónimo.

Hallaron a los dos muchachos muy mal heridos. Alfonso murió poco después, Buenaventura llegó con vida al consultorio del Dr. Genaro Salazar tutor amoroso de todo aquel que viera su salud en peligro. Según Chuy Bustillos, Aurelio Delgado vio a sus parientes políticos y les gritó: —¡Qué bonitos se ven; apeense, hijos de la chingada. Se apearon del automovilito Chevroler modelo 1930 y sucedió lo inevitable.

Un viejo camioncito de José Tatsuku Sato sirvió de carroza, pues en él los hermanos fueron llevados al panteón. En el fondo existía un profundo resentimiento familiar por el reparto inequitativo de la inmensa que dejó el catalán Buenaventura Casal, dueño de la Hacienda de La Ciénega.

El doctor Sato Parra invalidó las palabras humorísticas de don Guillermo Bátiz: si fue metido dentro de un molino y sí salió de él buena plata.

Y, Cromwel dijo: “Nunca vamos tan lejos como cuando no sabemos a dónde vamos”.

Y, el tránsito del doctor José Ramón Sato Parra sí lleva itinerario, porque dijo en alguna ocasión: “El arte de vivir es morir joven lo más viejo posible”.

 

 


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