CRONICAS DE NUESTRO SINALOA, LAS VIEJAS HISTORIAS DE LA CASA DE MONEDA.


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LAS VIEJAS HISTORIAS DE LA CASA DE MONEDA

CAPITULO X

Culiacán contó con su Casa de Moneda 279 años después que se estableció ésta en la capital de la Nueva España, en 1567.

Se dedicó, como su nombre lo indica, a la acuñación de monedas de oro, plata, y bronce. Esa Casa de Moneda se instaló en un maltrecho callejón de la pequeña villa, que luego la gente dio en llamar Callejón del Oro porque precisamente en la Casa de Moneda se manejaba este metal. (Esa calle lleva ahora el nombre del general Domingo Rubí, valiente soldado durante la intervención francesa).

Ha sido esa calle Rubí la de más intenso movimiento comercial, superando a la calle Ángel Flores que anteriormente se llamó del Comercio.

Por la ahora calle Domingo Rubí se montaron las tiendas de ropa y ferretería, la de comestibles y telas. Este comercio se fue expandiendo a medida que el mercado Garmendia atraía a una clientela fiel por la calidad de los productos que expedía, así como por sus bajos precios.

Al pasar la calle Rubí por un costado del mercado Garmendia el comercio se extendió hacia el sur surgiendo las zapaterías como por arte de magia. En esas zapaterías una población rural cada vez más urbana dejó el guarache trenzado.

Al pasar la Rubí por la Benito Juárez surgía la fragancia artificial de la paletería de Gonzalo Mata, y, más adelante, ya en la calle Colón, esos aromas se repetían con los que exhalaba la planta embotelladora de las famosas sodas de Ninomiya.

En la esquina de Rubí y Colón montó su farmacia don Alejandro Rodríguez, que tuvo la idea en algún momento de su vida provechosa, de instalar el cine Colón donde se exhibirían las mejores películas europeas, haciendo contrapeso a la basta y vulgar cinematografía estadounidense. Fue en ese pequeño cine al aire libre donde los buenos aficionados disfrutaron de las cintas más famosas del surrealismo italiano con Ladrón de bicicletas y Roma, ciudad abierta a la cabeza; donde se pudo disfrutar del cine inglés de Lawrence Olivier, del francés de René Clair y del sueco de Ingmar Bergman.

No pudo sostenerse ese centro de cultura que era el modesto cine Colón y cerró sus puertas para que allí se instalara un taller mecánico y un estacionamiento. Esa bandera de acoger el buen cine ha sido tomada por la sala Lumiere, de Difocur, que ha vuelto a recordar los buenos tiempos de Fellini, Antonioni, Viscontí, Kurosawa, Welles y otros.

Frente a la sodería de Ninomiya por la Rubí, existió otro cine, al aire libre llamado Lírico, que durante años administró el profesor Adolfo Moreno Leyva, de grata memoria. Era un cine popular y una de las primeras películas que exhibió fue Conga Roja, de María Antonieta Pons, luego otras muy cursis de Raúl de Anda, Juan Orol y Tongolele.

En otra esquina, la de Rubí y bulevar Madero (que antes se llamó Dos de Abril) existió la Botica del Pueblo, de Lucas Angulo.

El licenciado Francisco Verdugo Fálquez, abogado y notario público, que tuvo su despacho en la calle Antonio Rosales, atrás del edificio La Lonja donde en época pasada estuvo un hotel, y la terminal de autobuses de Los Mochis, así como la cerrajería de José Vázquez Gómez y la cantina El Transvaal, de Baltasar Arteaga, ubicada en el callejón Matamoros, que desapareció para ampliar la plazuela Obregón y donde ahora existen simpáticos restaurantes al aire libre, empezó a escribir sus recuerdos sobre el Culiacán de sus mayores en 1947 en el periódico La voz de Sinaloa, de Gustavo D. Cañedo; ese material lo recogió y amplió en un libro al que llamó Las viejas calles de Culiacán, que hoy constituye un relato deleitable por la ligereza y picardía de su autor.

Cuenta en ese libro que por la calle Domingo Rubí, que antes se llamaba Calle del Oro, existió la Casa de Moneda, que empezó a acuñar monedas de plata y oro a partir de 1846, y que cerró en 1905, aprovechando los ricos metales provenientes de los reales de minas de la Sierra Madre Occidental como San José de Gracia, Calabacillas, Guadalupe y Calvo, Topia, Cosalá y Guadalupe de los Reyes.

La Casa de Moneda comprendía un edificio muy escaso en ornamentación que empezaba en la calle Rosales (antes de la Tercena) y terminaba en la Ángel Flores (antes del Comercio). Había en la vasta e incomunicada región del Noroeste del país dos Casas de Moneda, una en Culiacán, otra en Álamos, la de Álamos empezó a trabajar a partir de 1868. Las dos casas cerraron sus puertas cuando en 1905 fueron suprimidas al promulgarse un decreto que regulaba la emisión de monedas de 10 y 5 pesos, de un peso, cincuenta centavos, 20 centavos y diez centavos, y las monedas de níquel de cinco centavos y las de bronce de uno y dos centavos. Se retiró del mercado la moneda acuñada en Culiacán y Álamos, entre ellas las onzas de 20 pesos y las de plata de 25 y cinco centavos.

La Casa de Moneda de Culiacán tuvo siempre honrados y eficientes administradores, como el ingeniero Ismael Castelazo, ingeniero Celso Gaxiola, ingeniero Mariano Amézcua, ingeniero Norberto Domínguez y Jesús S. Quiroz.

Sin embargo, esos fieles empleados sucumbían ante la persuasiva solicitud de las damas de la más alta sociedad que pedían prestado el local de la Casa de Moneda para sus bailes. Memorable fue el banquete que se ofreció a Porfirio Díaz, cuando pasó por Culiacán cuando él ya sabía la muerte del presidente Juárez. Según los testigos aquella fiesta fue memorable porque un herrero ya borracho le gritó en tono confianzudo al hombre de Tuxtepec: —Porfirio, que no se te doble el eje cuando seas presidente de la República.

El ingeniero Luis F.  Molina fue llamado para que hiciera algunos cambios a la vieja Casa de Moneda. No fue mucho lo que hizo, porque sólo se le autorizó la cantidad de seis mil pesos. Al dejar de ser Casa de Moneda ocupó el edificio la Administración de Correos y Telégrafos; Correos se alojó en la parte que daba a la Rubí y Telégrafos por la Rosales.

En el predio de la Casa de Moneda que colindaba con la Ángel Flores había un pequeño llano donde en algún tiempo no precisado funcionó un cine al aire libre. Finalmente, las autoridades municipales acordaron que aquel sitio fuera ocupado por un mercado público; fue así como surgió el mercadito Vizcaíno donde Julián Zazueta vendía café con leche acompañado de una tortalisa con buena mantequilla de vaca hecha a mano.

A dicho mercadito se le impuso el nombre de Antonio Vizcaíno, que fue un honorable comerciante muerto de manera violenta durante la Revolución maderista.

La calle se llamó antiguamente del Oro porque de la Casa de Moneda, durante la acuñación de monedas se desechaba algún material que la gente recogía de la calle y sacaba pequeñas porciones de plata y oro; es decir, que había gambusinos en la calle del Oro,  ahora Rubí.

Ese material sobrante salía de la Casa de Moneda por el caño y en la calle era aprovechado por gente pobre. De allí,  pues, el nombre de la Calle del Oro, a la ahora calle Domingo Rubí.

 

Esta Calle del Oro se estrechaba tanto al llegar a la Hidalgo (antes del Refugio), que apenas si podía caber una araña. No sé si en tiempo en que era presidente municipal de Culiacán Roberto Lizárraga o José Z. Espinoza se amplió este tramo que estorbaba una tienda de abarrotes de Pompeyo Gutiérrez que se llamaba La Comercial, frente al mercado Garmendia.

El mercado Garmendia en los años 30s no tenía locales, se expendían los granos y semillas, las verduras y las carnes en frágiles mesitas de pino o en el suelo. Por el rumbo de la Rubí y la Hidalgo tuvo su famosa zapatería el señor Larrauri, y ya en tiempo más reciente, por la Rubí y Rosales, manejó su peluquería durante 56 años el apreciado Fidel El Chapo Guerrero cuyo segundo de a bordo era el no menos popular Chuncha Inzunza.

En ese sector de la ciudad, en las calles Rubí e Hidalgo, donde tuvo lugar el célebre duelo comercial de los Ley y los Armenta. Los Ley con su Casa Ley  y los Armenta con La Única  concertaron un duelo ganándose clientes a base de buenos precios. Ganaron los Ley. Alejandro y Macario Armenta Soto dejaron el campo libre, igual cosa hizo Alfredo Castaños, pionero del supermercado en Culiacán. En otro tiempo La Reforma, de los Torres, quiso competir pero tampoco pudo. Se repitió la historia con Samuel Bishop. Alejandro Armenta Soto adquirió de Samuel Bishop su negocio La Única, y logró colocarla al más alto nivel. Sin embargo, no pudo con los Ley que habían heredado del viejo Juan Ley una ardiente y férrea vocación por el trabajo. Hoy su negocio se ha expandido por varios estados del país.

Por la misma calle Rubí, antes de llegar a la Colón, tuvo su negocio de dulces Guillermo Corrales, muerto en forma violenta; su negocio, famoso entre la chiquillería del rumbo de la Colón, entre ellos yo, se llamaba La flor de Durango y sus dulces fragancias constituían una especie de aliento para vencer el cruel verano culiacanense.

A principios de los años 50s, cuando surgía el poderío de la Casa Ley, en la Rubí, se incendió Café Latino. Fue un hecho memorable que todavía ocupa sitio en la memoria de ciertos ancianos lúcidos a duros trances.

En la esquina de Rubí e Hidalgo tuvo su tienda de ropa El Remate Azul el señor Alberto I. Farjí, natural de Smirna, Turquía, y que llegó a México en 1920. Cinco años después arraigó en Culiacán. Ofrecía un par de medias importadas de Estados Unidos a toda muchacha que fuera vestida de azul a su negocio, durante la segunda guerra. Compitió con La Tienda Nueva, de Amado Bonardel, quien echando mano de Chabelo Sánchez, armado de una enorme bocina de hojalata anunciaba sus baratas en las esquinas de la ciudad. Al surgir el radio, Farjí se popularizó con sus programas de música popular en la BL y NW, de Gómez Blanco y Ramos Rojo, conducidos por las mejores voces como la de Poncho Paliza, Pepe Peña Torres, Memo Macedo, Francisco Buelna Bojórquez y Raúl Gálvez de la Rosa.

Farjí murió en 1970 y su hijo Jacobo se fue de Culiacán en 1993.

Por la Ángel Flores, cerca de la Rubí, hizo época la Carpa Sonia, que montó Jorge Athanasakis en 1952.  Fue un sitio de reunión, lugar donde convivían los griegos dedicados a la exportación de tomate, pepino, melón y chile a Estados Unidos.

Fue allí, en la Carpa Sonia, donde se afianzaron las alianzas que permitió el florecimiento de la horticultura en el valle de Culiacán.

Eran, desde luego, tiempos heroicos en que tenían que trabajar en condiciones muy desfavorables. Pero fue tal su empeño y audacia que se abrieron paso y lograron forjar fortunas realmente notables. Muchos se quedaron en el camino porque así es todo negocio humano.

En aquel territorio de la Rubí (calle del Oro) y la Hidalgo (del Refugio) se tejían y destejían sombrías conspiraciones comerciales: Samuel Bishop delegó su poderío comercial en Alejandro y Macario Armenta Soto; los Armenta Soto sucumbieron frente a los Ley López; cayó Alfredo Castaños; cayeron  y se levantaron comerciantes que allí se proveían de todo como Gilberto Bon Quiñónez, de Mocorito; los Peiro, de Pericos; Camerino Godoy, de Villa Ángel  Flores; Leopoldo Acosta de Navolato; Reynaldo Diarte, de Cosalá; Emilio Garmendia, de Eldorado; Claudio Aguilar de La Cruz, Nicandro R. Favela, de Quilá; Diego López, amo y señor del rumbo del mercadito Rafael Buelna junto con Lisandro Beltrán y José Calderón.

Salvador Camarena dejó su tienda de ropa El Progreso, y Nacho Campos se mató al salir del puente del Salado cuando La Competidora estaba en su mejor momento. Apareció Eustaquio de Nicolás con nuevas ideas haciendo sucumbir el mostrador y enseñando al cliente a despacharse solo sin la asistencia del dependiente en Almacenes García y luego en La casa grande. Al surgir el moderno almacén se acabó el toma y daca entre cliente y vendedor, se acabó el regateo y se perdió mucho del pintoresquismo de las calles Rubí e Hidalgo.

Y de las viejas calles laberínticas del Oro y del Refugio del licenciado Verdugo Fálquez  ya no quedó nada. Ya todo se olvidó, ya todo murió.


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